La biblioteca es muchas veces un lugar sin distracciones e incluso sin llegar a ser un hospital, durante mucho tiempo se pidió y se espera todavía que haya silencio.
Y muchas veces lo hay.
Hoy no hay estudiantes y aprovecho para pensar en la compleja naturaleza de la lectura. Algunos libros nunca cambian de estante y algunos ni siquiera cambian de posición. Otros se van por un tiempo y hay también de los que no regresan nunca. Pero los libros —así expresado, en plural— siempre están.
Cuando vienen estudiantes de sexto grado a visitar la escuela para ver si la eligen para empezar la secundaria al año siguiente, a veces les leo «El parto» de Galeano que por inesperado y crudo me permite construir el clima propicio para presentarles una metáfora infalible.
En el brevísimo cuento el personaje del doctor, acaricia el colgajo sucio de sangre seca que es el bracito del bebé asomando entre las piernas abiertas de la mujer. El bebé cierra con fuerza la manito y se produce el milagro.
Los libros que ven acá —les digo— son todos como ese bracito. Para salvarse de la muerte necesitan esa caricia que los traiga a la vida.
—¿Cómo? —preguntó uno.
—Agarrándolo —le respondió una compañera y dijo además— ¡Duh!
—Si el bebé se murió —dijo otro matándome a mí con su comentario.
Uno de ellos —que estaba riéndose todavía de que el negrito estaba trancado— o que se había atragantado con el tenor gráfico de la imagen del bracito asomando, preguntó:
—¿Qué bebé?
Otro sin inmutarse:
—Y... el agua hirviendo ¿para qué es?
No salgo de mi asombro cuando escucho:
—El doctor vio que el hombre había estado tirando y sintió tristeza y... también un poco de asco y lo mismo acarició el brazo del bebé y resultó que estaba vivo, porque le agarró el dedo con el alma. También se arremangó para ayudarlo a nacer y pidió el agua hirviendo para lavarse las manos, supongo, eso no sé —y sin que yo pudiera cerrar todavía la boca terminó— Los libros se acarician leyéndolos.